Desafortunadamente, el caso Madoff pone de nuevo de manifiesto que no es oro todo lo que reluce en la comunidad financiera, y en ocasiones, un apellido ilustre, la red de contactos (comunidad judía de New York y de Palm Beach) o un historial deslumbrante (de vigilante de la playa a la vicepresidencia del Nasdaq) pueden ocultar carencias importantes de formación de base.
Sin embargo, llama poderosamente la atención que dentro de la industria de hedge funds, históricamente poblada de productos complejos y con el acceso restringido, el esquema de la estafa haya sido tan rudimentario, y sobre todo, que haya resistido al paso del tiempo sin ser descubierto ni por sus auditores ni por las autoridades supervisoras (la denostada SEC, que vive hoy por hoy uno de sus momentos más críticos en cuanto a credibilidad, con Chris Cox al frente, adalid de la liberalización sin complejos) ni por otros especialistas del sector (intermediarios financieros, gestoras comercializadoras a escala internacional, clientes institucionales), hasta alcanzar los 50.000 millones de dólares, un tercio de ellos concentrado entre 10 y 25 inversores. Se trata de la segunda estafa en la historia de Estados Unidos después de Enron, que supuso en su día deudas de 63.400 millones de dólares.
El entramado del fraude financiero consistía en instrumentar una estructura piramidal en la que los intereses pagados no procedían de los beneficios en las inversiones, sino de las aportaciones de capital realizadas por los nuevos socios. Entramado que caería como un mero castillo de naipes si no se alimentaba a una velocidad creciente (al crecer la base de la pirámide), y del que sólo se librarían aquellos clientes alertados que retiraran sus fondos con carácter previo al desenmascaramiento de la trama.
Lo cierto es que en Wall Street llevaban años desconfiando de las prácticas de Madoff, e incluso llegaron a formularse varias acusaciones en la revista Barrons y denuncias en la SEC -una de ellas en 1999-, parece que daban por hecho que su forma de trabajar estaba en el filo del cumplimiento de los imperativos legales o caminaba en torno a determinadas zonas de nadie, si bien creían que sus triquiñuelas estaban más cercanas al tráfico de información privilegiada o bien otros pecados menores en la gestión de patrimonios.
Este matiz resulta tanto más importante por sus consecuencias para los usuarios, ya que en las estructuras piramidales los clientes pierden las cantidades aportadas, pero en los casos de abuso de mercado, los gestores son los únicos afectados, con su patrimonio y con su prestigio, pudiendo ser inhabilitados o incluso ir a la cárcel, pero sin dañar los ahorros de terceras personas. Sin embargo, en el caso Madoff los inversores atrapados no parece que vayan a tener fácil recuperar el dinero invertido, y aquellos que retiraron sus fondos recientemente a lo mejor se encuentran con la sorpresa de que se les exige el reembolso de las cantidades previamente percibidas.
El hecho de que Bernard L. Madoff se enfrente a una posible pena de 20 años de prisión y cinco millones de dólares de multa no restaurará la confianza en un momento especialmente precario y delicado, y la sombra de la sospecha se cernirá sobre numerosos intermediarios financieros y gestores de hedge fund que no han tenido nada que ver con él ni con su procelosa forma de actuar. De momento, las mayores exposiciones (directas e indirectas) han sido reconocidas desde Nomura, Santander, BNP Paribas, Royal Bank of Scotland y HSBC.
Y contar con un precedente reciente (de este mismo año) en el sector de los hedge funds, como es el de Samuel Israel, fundador de la gestora Bayou, tampoco invita al optimismo, sino más bien a la suspicacia. En este caso, el sistema jurídico estadounidense obligó a que algunos clientes (menos perjudicados) debieran ayudar a compensar pérdidas de otros afectados, acusados de poder haber formado parte de un pacto fraudulento para la transferencia de propiedad en beneficio propio.
Pero bajo las presentes circunstancias, además del cómo importa el cuándo, ya que el momento en el que se ha destapado este fraude es uno de los peores en la historia de Wall Street, y viene a suponer otra piedra en el muro de la desconfianza en los productos sofisticados y sobre la eficacia de los sistemas de control. La falta de supervisión supone cuantiosos daños colaterales para todos los agentes intervinientes en los mercados financieros, y este hecho deberá ser tenido en cuenta de ahora en adelante si queremos contar con una arquitectura financiera sostenible y un sector maduro que apoye a la economía real y no sea un lastre, no sólo para la obtención de la liquidez, sino lo que es todavía peor, para la preservación de los ahorros.
Isabel Giménez Zuriaga. Directora general de la Fundación de Estudios Bursátiles y Financieros
Artículo publicado en Cinco Días (16/12/2008)